sábado, 22 de septiembre de 2007

Amor par

Inevitablemente, cada vez que Eva se dirigía hacia la puerta algo maravilloso iba a suceder. Aclaremos términos: cuando digo maravilloso no me refiero a que sucediese algo magnífico. Cuando digo maravilloso pienso más bien en cuentos de hadas, en relatos de universos paralelos, en pequeñas magias infantiles, en extraordinarias fuerzas inexplicables que actúan sobre la naturaleza de las cosas.
Y esto mismo, exactamente, pasaba cuando Eva pronunciaba las palabras adiós, amor, me daba un beso más largo de lo conveniente, puesto que siempre llegaba tarde a todos lados, y abría la puerta. Quiero aclarar que lo maravilloso se daba no después de abrir la puerta. Que nadie se imagine que se desvanecía su imagen y de repente Eva aparecía, pongamos por caso, en clase de Psicología conductiva, o en el Café Di Giulia, o en la peluquería. Qué más quisiera ella que llegar a tiempo a clase, o que sus amigas no la recibieran con las palabras críticas, o no tener que esperar turno nuevamente por no haber llegado a la hora a su cita para cortarse el pelo, broncearse en el solarium o hacer tantas y tantas cosas que las mujeres hacen en una peluquería y que a nosotros siempre nos pasan desapercibidas.
Volviendo a la maravilla del hecho en sí, debo decir que nadie debe esperarse algo maravilloso-impactante, maravilloso-sorprendente, maravilloso-truco de magia te parto en dos y luego te junto. Lo maravilloso se mostraba, como casi todo en ella, de un modo más sutil. Ni siquiera creo que se haya dado cuenta nunca de lo que sucedía. Lo cierto, y ahora siento cierto pudor al decirlo, puesto que muchos me creerán tal vez demasiado ingenuo, es que cada vez que Eva atravesaba la puerta, justo en el momento coincidente con su taconear bajando las escaleras del edificio, cada dos segundos se convertían en tres segundos, cada tres segundos en cinco, y así continuaba el tiempo, avanzando en progresión aritmética hasta que ella decidía volver.
Bueno, vale, eso es que la echabas de menos. A todos nos ha pasado. El amor, amigo. Pero no se trataba de eso. Sí, es cierto que la echaba de menos. Es cierto que la quería y aún la quiero de un modo tal vez un poco complejo de describir. Pero no me refiero a una sensación psicológica provocada por su ausencia. Esta circunstancia, completamente lógica, también se daba, aunque tal vez cabría hablar en este caso de una progresión geométrica más que aritmética. La quería mucho, eso no me cuesta decirlo.
Cuando ella se iba el tiempo avanzaba en una progresión aritmética, de tal modo que cuando por cualquier reloj podías comprobar que la ausencia duraba una hora, mi cuerpo sentía, en el sentido estrictamente físico de la palabra, que había pasado mucho más tiempo. Quiero pedir disculpas si no soy capaz de hablar con mayor precisión matemática sobre ese paso extraño del tiempo. Diré, como exculpación en cierto modo, que las matemáticas nunca fueron realmente mi fuerte, y que si alguien quiere saber con exactitud el tiempo verdadero transcurrido durante un día basta con que siga la progresión en los términos que se detallan a continuación

Sg 1,2,3,4,5,6,7,8,….
Sg 1,3,5,7,9,11,13….

y que vaya rellenando los espacios hasta conseguir los 84600 segundos que contiene un día usual. Nunca llegué a calcular lo que representa un día real sin Eva en mi tiempo en particular, básicamente por dos razones: que no se puede aplicar el método centesimal sino el sexagesimal al cálculo, con las consiguientes complicaciones que conlleva, y que siento una particular aversión por los números impares (es así, no sé por qué, pero cuando escucho un número impar imagino una mesa a la que le falta una pata, o un manco o un calcetín sin pareja).
A resultas de este hecho maravilloso-extraordinario que acabo de describir y que ningún físico parece haber estudiado (intenté documentarme sobre el tema), lo cierto es que mi organismo respondía a la progresión de ese tiempo apresurado, de modo que debía de afeitarme bastante más de lo usual, dormía de un modo que ya quisieran muchos padres para sus bebés recién nacidos, y las reservas alimenticias del frigorífico disminuían con una rapidez alarmante para la economía familiar.
La aparición de un hecho extraordinario en la vida de una persona es más molesta de lo que pudiese parecer ya que no solamente es preciso asumir los cambios que ese mismo hecho provoca en tu propia cotidianeidad sino que además requiere cierta dosis de imaginación para explicar tu comportamiento, a la vez que una discreción absoluta respecto a todo comentario relativo al asunto. Nadie me creería, por supuesto. Es más, estoy seguro de que provocaría más de un disgusto a la persona con quien entrase en confidencias, revuelo de teléfonos, consultas a psiquiatras, llamadas a la familia, lloros de mamá, lloros de la hermana, camisas con correas….
Lo cierto es que ni siquiera me he atrevido a decírselo a Eva, y eso que en nuestra estrecha intimidad no se excluye prácticamente ningún tipo de confidencia, por incómoda, extraña o tierna que esta sea.
Sólo una vez recuerdo que casi sin darme cuenta le pude insinuar algo sobre este aspecto.

--El viernes iré a visitar a mi madre. Es su cumpleaños. Me quedará allí dos días.

-- ¿Tres días? ¿Tanto tiempo?

-- Mario, me iré dos días, no tres.

-- Pues lo que yo digo, tres días.

--Tú estás tonto…
Y sí, estaba tonto, la verdad. No sé cómo pudo ocurrir que verbalizase lo inusual de mi pequeño gran incómodo secreto. Esa fue la única vez que flaquee, y a partir de ese momento demostré una entereza y una atención envidiable y así, entre la prudencia y la valentía, con una sutileza que ella no llegará nunca a descubrir, sólo aludía a esta particularidad a su regreso, cuando comenzaba a oír su taconeo sobre los últimos escalones antes de llegar a la puerta del apartamento y ella abría la puerta y me decía hola, amor, ¿me has echado de menos? Y yo le respondía siempre demasiado, has estado tanto tiempo fuera, te quiero, amor, te quiero mientras la besaba dos, cuatro, seis veces y la llevaba de la mano hacia la habitación y le arrancaba la ropa y la tendía sobre la cama y comenzábamos a hacer lo que suelen hacer los enamorados tras una larga ausencia, pero siempre un número par de veces, según costumbre.

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